Recorrido el jardín de rosas, espera el lugar donde vivían Ellacuría y sus compañeros rebautizado como Comunidad de los Mártires.
A su izquierda, un pasillo cubierto con placas de cemento para proteger de las lluvias torrenciales y que apunta hacia una puerta metálica que da acceso a la zona de la Universidad. Desde allí puede accederse a la capilla y el comedor que hoy en día usan los jesuitas dejando atrás las plantas de aguacate y mango que sirven de atrio para el coro de cantos acumulados de pájaros. Por el costado del pasillo, una serie de dependencias que debieron servir para el almacenaje y servicios.
Una nueva placa discreta, junto a una de las puertas, advierte de la necesidad de volver a descalzarse. Dos nombres femeninos, Elba y Celina que, junto a los seis de los rosales, completan la trágica lista de aquél día.
Ellacuría había regresado apenas dos días antes desde España para participar en los encuentros de mediación entre la guerrilla y el ejército para alcanzar el acuerdo de paz que, finalmente, se firmaría unos meses después. Lo hizo a pesar de las advertencias y los avisos de la tensión reinante, pero consciente de la responsabilidad adquirida y de la relevancia de aquellas negociaciones. Quien sabe si su muerte no fuera el sello definitivo de aquella paz.
Los soldados quisieron construir un escenario que sostuviera la hipótesis de que los jesuitas habían muerto en el fuego cruzado entre el ejército y la guerrilla que, en la que pretendía ser la versión final, estaría alojada en estas dependencias, encubiertos por Ellacuría.
Sin embargo, las únicas huéspedes eran Elba, la mujer que atendía en las tareas domésticas de la comunidad y su hija Celina. Aquella noche debió ser especialmente amenazante y decidieron no marchar a casa por miedo a los atentados de aquellos días. La hospitalidad y acogida de los jesuitas se convirtió, paradójicamente, en motivo de su muerte.
En la preocupación por evitar los testigos, los soldados las encontraron escondidas en la tercera de las dependencias, a escasos 10 metros del jardín de las rosas.
La habitación guarda fielmente el mismo aspecto que aquella noche, salvo la limpieza cuidada de las marcas de la masacre y una pequeña figura de barro con forma de casa, de la que emerge una luz que alerta de la presencia del santísimo. Así, puede hacerse oración en un curioso "templo" de sofás de brazos en el que quedó convertido, como mínimo reflejo de lo sagrado allí ocurrido.
Las fotos del tiroteo son sobrecogedoras. Los soldados se cebaron descargando sus ametralladoras hasta desfigurar a la madre. Su hija apenas recibió disparos, pero fueron suficientes para acabar con su vida.
Desfiguraron su cuerpo pero no su vida. Truncaron dos historias pero no pudieron evitar que en su caída, la postura final fuera la de una madre que abraza tratando de proteger inútilmente a su hija, en un abrazo eterno.
Las balas no fueron suficientes como para romper ese vínculo de amor.
En la capilla están enterradas en el mismo lugar que los jesuitas, con los mismos honores y reconocimientos. Y en uno de los murales del campus, como si los padres jesuitas quisieran imitar la postura de la madre, aparecen todos los rostros de los mártires con ellas en el centro, como acariciadas y cuidadas en esa posición protagonista.
Me impresionan las vidas discretas y calladas. Los testimonios imprescindibles de quienes prefieren el anonimato. Todos conocemos el nombre de Ellacuría pero quizá pase desapercibido el valor de Elba y Celina. Sus tareas cotidianas y sencillas, eran el soporte del quehacer intelectual de un grupo de profesores quienes transformaron y transforman una sociedad con su trabajo y entrega.
Un pueblo entero, transformado, también, por el trabajo silencioso y oculto de quien terminó por unir el final de su vida a su causa.
Sentado en uno de los sofás, surge mi oración por "mis discretos". Por el personal de servicios de Comillas, siempre eficientes y sonrientes y que fueron los primeros en enseñarme que, lo de la excelencia iba en serio. Por mis admirados Germán, Diego, Jacky y tantos otros sin los cuales la parroquia sería un proyecto desencarnado. Por las personas que se encargan de la limpieza de mi calle quienes nos regalan, además, saludos cariñosos y cánticos, aunque no sean inspirados.
Y, en esta tarde (aquí), en la que no he podido estar con Luis Mari, doy gracias por ama Felisa. Una mujer a la que solo pude conocer a través de su hijo, pero con la suficiente profundidad como para necesitar sumarme a la acción de gracias. El testimonio sencillo de Alba y Celina contribuyeron a la transformación de una sociedad entera. El de ama Felisa a la de una ciudad en el Norte de Madrid a través del testimonio de su hijo, el párroco.
Cierro la puerta con el respeto, la admiración y la reverencia por un lugar que quisiera fuera también signo de mi vida. Entrega discreta y sin aspavientos. De pertenecer a alguna lista, me apuntaría siempre a ella.
Me denuncia la impresión de la sencillez de esta sala. Es posible que también me haya acomodado a mundos presididos por el reconocimiento. No sé en qué medida, pero, en tiempo de conversiones, seguro que es necesario mucho camino por delante.
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