Nuria se había tomado en serio la peregrinación: mochila muy ligera y con las cinchas bien ajustadas, gemelos definidos que denotaban horas de entrenamiento, y vestimenta equilibrada entre todos los avances actuales y los inventos que pasan ya al nivel de lo superfluo. Detalles que se ofrecen elocuentes para cualquiera que lleve a sus espaldas varias visitas a Santiago.
Más allá de las dimensiones deportivas o turísticas el Camino es, sobre todo, una escuela espiritual de aprendizaje. La ruta ya lo advierte no escogiendo el camino más directo hasta la Ciudad del Apóstol, sino invitando a que el avance sea a través de etapas que integran los giros necesarios para desarrollar las actitudes que convierten a un simple caminante en un peregrino.
Ella lo descubriría pronto. Tres primeros días para disfrutar del fruto de las tardes, en su Móstoles natal, haciendo kilómetros preparatorios. Paisajes, belleza y una sensación confortadora de fortaleza que aumenta la seguridad en uno mismo.
Apenas compartimos kilómetros porque iba en cabeza, entre los cantos y las risas, alejada de los rezagados a los que suelo acompañar.
Me la encontré en el último tramo de la cuarta etapa, nada más salir del último descanso. Mal síntoma si además se asocia al carácter fuerte mostrado en aquellos primeros días, y a la servicialidad que solo surge de los espíritus generosos.
Rechazó una primera ayuda por no retrasar al grupo a la que solo accedió tras mi sugerencia de que hiciera un último esfuerzo por acelerar el ritmo y adelantarse para poder mirar aquellos pies y luego reincorporarse a la marcha.
Tendría que aceptar que el retraso iba a ser inevitable. Ya había visto casos parecidos. Hay pies sudorosos y otros que no. Hay pieles que se curten y otras especialmente sensibles. El calor, la sudoración... no eran previsibles en sus ensayos de Móstoles porque hay problemas que, como en la vida, solo surgen tras cuatro días de marcha. Los laterales de los pies habían perdido su aspecto para convertirse en una sobrecogedora y enorme llaga.
En medio de un monte sin nombre y a ocho kilómetros del albergue solo queda la solución de cambiar las botas por sandalias, la de disponer un almohadillado que aumente la respiración de la herida y el silencio que permite al peregrino concentrarse en su dolor y en su control mental, al tiempo que sentir la presencia de quien no te va a abandonar.
La de permitir que otro coja tu mochila solo fue viable en los tres últimos.
Tras la comida y la siesta, había que valorar alternativas. La de regresar a casa era la última de las que ella contemplaba. La peregrinación no está hecha para provocar llagas, pero sí para enfrentar a las personas a experiencias que son metáforas de las que luego nos esperan por la vida. Nunca por eso aconsejé a nadie un abandono aunque hiciera más compleja la actividad.
A media tarde llamó a su casa. Las lágrimas de los tres últimos kilómetros antes de llegar a Gondán fueron menos amargas ante lo que parecía la incomprensión de sus padres respecto a sus motivos por los que continuar. Cada una de las preocupaciones por la salud de su hija se convirtió en una distancia mayor respecto a las razones de un corazón de dieciséis años.
Nuria decidió continuar. Y nosotros lo apoyamos. Tampoco era la primera vez. Se aligera un poco la mochila sin privarle al peregrino de su carga, que en esos caminos es un poco como su dignidad. Se exprimen las posibilidades de todos los trucos de «ingeniería podológica», que a base de peregrinaciones es una ciencia que se aprende por exigencias del guión. El resto, la confianza en la capacidad de sufrimiento del caminante, en la regeneración de la piel impulsada por la madre naturaleza y en Dios, que siempre acompaña.
Pocos recursos más. Tuvimos que prescindir de los que proceden del apoyo anímico de los que nos son importantes. Sus padres siguieron sin entender el corazón de su hija. Y la fractura se consumó ante la oferta de que volviera a casa y que la llevarían a Santiago en coche. Desde dos días antes, Nuria ya no lloraba por sus pies sino por las llamadas de sus preocupados padres, de modo que decidió no responderlas y tranquilizarlos por mensajes.
Mondoñedo, Abadía, Baamonde, Santa Leocadia, Sobrado ... fueron escenarios para un corazón que se estaba curtiendo y que, por fin, divisó las torres de la Catedral al llegar al Monte del Gozo. En ese momento reaparecieron las lágrimas, ahora para hacernos entender que el nombre de ese monte no es mera poesía sino la expresión de quien ha encontrado el sentido a un eterno esfuerzo: ¡lo había logrado!
Al día siguiente, últimos siete kilómetros antes de la visita al Apóstol. Todos dispuestos y algunas de ellas, incluso, elegantes, con la camiseta limpia que habían reservado para aquél acontecimiento.
Mi primera impresión fue de enfado. Nuria volvía a calzar las botas que habíamos colgado en su mochila desde aquél día de Gondán y su mochila volvía a tener el volumen de Madrid.
Caminar con los rezagados hace que se acumulen las horas compartidas, dando pie a muchas conversaciones que acaban por crear un profundo vínculo. Quizá por eso ella entendió mi mirada y no dio tiempo a mis palabras.
-«Josema, ya sé que tengo que cuidar mis pies, pero están suficientemente bien, y son solo siete kilómetros. Quiero entrar como los demás. A nadie en Santiago le importa lo que me haya costado llegar hasta aquí, ni el sufrimiento que haya supuesto. Eso queda para mí. Eso es lo que tenía que aprender. Ya habéis cargado suficiente con mi peso. Quiero entrar con dignidad»-.
Las miradas volvieron a ser suficientemente elocuentes. No había nada que decir. Era su decisión y leída desde su corazón era comprensible; era, además, admirable.
Al día siguiente, celebración de despedida. Una concha para cada uno de los satisfechos peregrinos. Y en la reflexión la sugerencia de alguien a quien quisiéramos llevarle esa concha.
-«Se la voy a llevar a mi padre. La podrá tener en su despacho durante un mes. Luego volverá a mi cuarto. Le diré que se la regalo cuando venga a caminar conmigo hasta aquí. Quizá entonces me entienda mejor»-.
Las llagas fueron para Nuria oportunidad de fortalecer su espíritu y ocasión de reinterpretar mucho de lo vivido. Para mí, la de profundizar en que educar es respetar sagradamente el proceso de crecimiento de otro; y la de crecer en la empatía para que nadie tuviera que incorporar a un problema, lágrimas por mi incomprensión.
Pido a Dios que aquella concha repose definitivamente en el despacho de su padre.
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